Cuando Simón era pequeño, todo el mundo le llamaba llorón. ¡Y es que lloraba por todo!. Cuando tenía hambre, cuando tenía sueño, cuando quería un helado o cuando no quería ir al colegio…
¡SIMÓN, ERES UN LLORÓN!, le repetían siempre.
Un día, cansado de escuchar esa frase, tomó una decisión: no llorar delante de la gente.
Cada vez que una lágrima salía de sus ojos, rápidamente la atrapaba y la metía en un bote cerrado, el cual después escondía bajo su cama. Así nadie podría verlo.
Desde ese día, la gente ya no le llamaba llorón. Ahora le decían que era “un hombre hecho y derecho”. Esto hizo que decidiera guardar las lágrimas de todo aquel que llorase. Y así lo hizo. Cuando encontraba a cualquier niño llorando, rápido le secaba las lágrimas y las guardaba en su bolsillo, y en cuanto llegaba a casa, escurría el pañuelo y las guardaba en aquellos botes que tenía bajo su cama.
Los botes se fueron llenando de lágrimas, y tantas guardaba Simón que ya nadie podía llorar.
Pronto se dio cuenta de que sin lágrimas, las personas no podían entenderse entre ellas. Por ejemplo, los bebés expresan sueño o hambre llorando, y los mayores utilizan las lágrimas para expresar su tristeza.
Pero también se dio cuenta de que no solo podemos llorar por cosas “malas”, sino que existen lágrimas de tristeza, pero también de alegría e incluso podemos llorar de risa.
Me parece un cuento imprescindible para trabajar las emociones con los peques, haciéndoles ver la importancia de expresarnos a través de las lágrimas, y que por hacerlo no somos mejores ni peores. Y que como nos enseña Simón, podemos llorar por diferentes motivos, tanto cuando estamos tristes como de risa.